La noche cubre magna el escenario,
aquel donde entre mágica locura,
un tétrico puñal a mi calvario
pondrá punto final, y el llorar diario
cesará al fin su causa y su amargura.
Al fondo de las sombras vil se asoma
algo tan sigiloso que en cautela,
turba mi pecho débil y desploma
mis ganas de vivir y fatua toma
mi voluntad que endeble se congela.
Cierro entonces los ojos pues mi mano
no puede ella apuñar la daga inmunda,
porque aunque no hay razón yo busco ufano
algo que vil me salve de lo arcano,
mas, la angustia de muerte es tan rotunda.
La mente entonces lúgubre divaga
por mi vida que fue cual una escoria;
mi existencia fatal, mi suerte aciaga
lograron que aparezca en mí una llaga,
que ha marcado con hiel toda mi historia.
Todo empezó en mis años infantiles
en donde descubrí mis hondos sueños,
los cuales se esfumaron tercos, viles,
cuando cundió el fracaso en mis abriles,
y el mundo me mostraba su desdeño.
Pues quise yo brillar al firmamento,
pero nunca mi pluma fue aplaudida,
y es que en cada ocasión de mis intentos
un sino detestable y macilento
lanzaba al basural mi obra pulida.
El dolor siempre fue muy turbio y vivo,
-por eso es que fatal me resquebrajo
al pensar que el amor fue siempre esquivo
a mi pecho, y a veces fue furtivo-,
¡vistió mi corazón siempre en andrajos!
E incluso una mujer de fuego y lirio,
que amé, yo nunca pude al fin tocarla.
Una pantalla fue mi gran martirio,
porque su boquita era mi delirio
mas, no pude siquiera devorarla.
Y fue la sociedad tan descarada,
que a pesar de mis múltiples suplicios,
jamás tendió su mano acomplejada,
mas, me arrojó con saña hacia la nada,
allá, donde se vierte el desperdicio.
Es que fueron tan pocos los amigos,
que mostraron su amor incalculable,
aunque me culpo yo de mi castigo,
y es por eso que necio yo prosigo,
con este acto tan duro e inefable.
Pues eso que marcó mi decisión
-acaso tan banal aunque certero-,
fue algo que me mostró que la razón,
discernir debe a quien de corazón
dice la frase magna de: “Te quiero”.
Cuando el luchar no tiene ya sentido,
y sabes que perdiste la batalla,
solo debemos huir del bien fingido,
y detener en seco los latidos,
¡la muerte también pide nuestra agalla!
Por ello es que sin pérdida de tiempo,
me postro ante el altar de las tinieblas,
y busco aquel puñal sin contratiempos,
y cual un cruel juguete en pasatiempo,
miro su brillo tenue entre la niebla.
Y entonces perdón pido a mi familia,
mas nadie puede oír de mi lamento,
pero sé que mi madre en su vigilia,
la última bendición que no se exilia,
me echó aunque desconoce mi tormento.
Y también entre lágrimas de pena,
pienso en aquellos vates y prosistas,
que de lejos sintieron mi condena,
y que en tertulias magnas la faena
fue buscar mi sonrisa pacifista.
Pero ya no hay resquicio ni manera
de salir ya con vida en este punto.
Los minutos caminan y me espera
una vida macabra cuando muera,
¡Ay, pronto seré un tétrico difunto!
Y ya no espero más, y aquel puñal,
que tanto ha aguardado entre mi cuenco,
corre en silencio al cuello, y un fatal
corte hace que la sangre sea aval
de mi muerte funesta junto a un penco.
Y entonces el silencio se hace eterno,
no sufro más los males de este mundo,
y aunque el dolor me supo al agrio averno,
pronto todo callóse y ya lo externo
no puede lastimar mi pecho inmundo.
*Lic. Carlos Herrera Toro. Escritor, poeta e investigador ecuatoriano