FELIZ EN NAVIDAD
Solitario y meditabundo, Roberto se sentó feliz a saborear su cena de media noche ese 24 de diciembre, en su pequeña oficina de 2 por 2, mientras con beneplácito y ojos llenos de ilusión veía las luces que iluminaban el cielo y la lluvia de colores de los juegos pirotécnicos a la distancia.
A lo lejos escuchaba el sonido característico de los silbatos de la navidad y miraba a la gente caminar apresurada entre las calles como si fuera medio día. Todos en algarabía reían e iban en grupos, ilusionados por su reunión familiar mientras llevaban regalos o comida entre sus brazos.
Él, abandonado pero feliz, en su uniforme azul habitual, los veía pasar; sabiendo que esa noche -al igual que muchas otras- no dormiría ni platicaría con nadie; pero esta vez, estaría acompañado de risas a la distancia, de cantos, gritos y hasta de peleas surgidas después de las 2 de la mañana.
A algunas cuadras de ahí, se podían escuchar estruendosas carcajadas de hombres ebrios de alcohol o de felicidad que zigzagueaban abrazados en las calles sin bachear y tropezando con los adoquines desgastados. También pudo ver a un viejo alto, flaco y encorvado, con sombrero inclinado y un pañuelo rojo alrededor de su cuello, con gabardina de moda del siglo pasado y una bolsa de pan en la mano, caminando solo, arrastrando un pie, pero ilusionado. Pudo observar al vagabundo de todas las noches, pasar frente a la reja de su oficina y hasta su nariz llegó su característico olor agrio, con bolsas llenas de basura, buscando algo más qué comer en ese día tan especial.
Ninguna de esas situaciones le entristecía en esta ocasión, pues todos ellos, acompañados o solos, con comida o hambrientos tenían mucho por disfrutar, porque estaban con vida.
Muchos otros que ya se habían ido para siempre, no podrían nunca más disfrutar del olor a buñuelos de la abuela, ni podrían probar el pavo relleno o los romeritos tradicionales mexicanos, ni mucho menos saborearían un trozo de pierna al horno, de un cabrito asado a las brasas o de algún lechoncito recién horneado. Olvidarían para siempre la ensalada de manzana, no tronarían más nueces ni garapiñados. No podrían ya más volver a romper la tradicional piñata, aventarse a robar los dulces cayendo, mientras con gritos manifestaban su alegría por los dulces robados en la caída. Tampoco podrían jamás darse el abrazo caluroso de noche buena, ni expresar sus buenos deseos a nadie más, ni sentir el calor amado de quien abraza por siempre en el lazo energético de un padre o de una madre que te llena de paz cuando lo recibes, y que te deja vacío cuando nunca más lo vuelves a sentir, porque forma parte del pasado.
Después de haber sucumbido al feroz virus que los había arrebatado de la tierra, dejando atrás trastes, joyas, zapatos, ropa lujosa, vinos, o grandes propiedades y quizás algunos también cuentas de banco repletas, se habían ido eternamente. Seguramente también estaban aquellos que por carencias no pudieron acudir a un doctor y se habían ido para siempre, dejando una estela de tristeza, de abandono, y resentimiento por no haber triunfado en sus intentos de seguir avanzando.
Ellos ya no estaban en ese momento, -pensó Roberto-. No podían oler más el olor de las amapolas del campo mal cuidado por la autoridad ciega, al preocuparse más por el tonto delincuente huidizo, que por lo que alrededor se estaba sembrando en el campo; ni podrían cantar el burrito sabanero nuevamente, ni las clásicas canciones navideñas características de cada año.
Esta misma mañana del 24 de diciembre, él -lleno de emoción- se había levantado como de costumbre pero había bebido un rico ponche mexicano, con su manzana, caña de azúcar, tejocote, guayaba, miel, ciruela pasa y piloncillo y había saboreado el exquisito agridulce combinado de las frutas, y mientras este sabor recorría su boca y pasaba por debajo de su lengua, lo había hecho sentir el asombroso sabor de la vida. En ese subir y bajar que tienen los buenos y malos momentos, cuando se ríe y se llora pero se avanza ilusionado.
Un año más de celebrar la navidad y de esperar un año nuevo pero ahora, con la conciencia de que había más de 5.3 millones de muertes en el mundo reportadas a consecuencia del COVID-19, y eso le indicaba que hoy, en su trabajo solitario y riesgoso de policía y velador, tendría que ir a trabajar honestamente como siempre, agradecido por seguir respirando y por poder abrazar a los que estaban en el día a su lado. Emocionado y feliz por un nuevo año que venía, volteaba a ver al cielo lleno de luces de colores y estrellado, y a la vez esperanzado porque con el año nuevo, ese mal momento del virus se volviera pronto también un asunto del pasado.
Rosalía Nalleli Pérez Estrada.
Rosalia_na@hotmail.com
Docente de educación superior en la Universidad Politécnica de Tlaxcala.
Dirección en Universidad Santander.
Fundadora de Madison School Come to Be The Best SA de CV.
Tan hermoso como cierto lindo texto maestra.